El Viejo y el Mar - Ernest Hemingway
- whatever-blog
- 18 abr 2016
- 5 Min. de lectura

Resumen:
En el puerto de La Habana vive un viejo pescador llamado Santiago, que hace ochenta y cinco días que nos pesca nada. Una vez pasó ochenta y siete días sin pescar y teme superar esa marca. Su esperanza no desiste y solo se preocupa por realizar mejor su trabajo, ser más atento y concentrado. Es persistente en su labor y solo ha tenido mala suerte, pues los demás pesqueros con menos experiencia capturan peces todos los días. Un muchacho, al que de niño le enseñó a pescar, lo acompaña y se preocupa por él, pero sus padres le prohibieron seguir pescando con el viejo ya que jamás capturaban nada.
El día ochenta y cinco Santiago sale a pescar, con la esperanza de que atrapará un gran pez. Para eso se va más lejos que todos, a aguas profundas donde apenas podía ver la costa y los otros botes. Prepara numerosos anzuelos cuidadosamente y se queda esperar mientras habla solo, algo que se le había hecho costumbre. Entonces ve un gran pez y para que este muerda el anzuelo se separa aún más de la costa hasta que desaparece de su vista. Pero lo logra y el pez queda atrapado. El viejo lucha por llevarlo hasta la superficie pero de ningún modo lo consigue ya que el pez era más grande de lo que había imaginado. Con un anzuelo clavado en su boca, hiriéndole, el viejo creyó que el pez pronto se rendiría pero no lo hizo, y en cambio nadó y arrastró al viejo y a su bote a mares más profundos, con la esperanza de que así Santiago desistiría y acabaría por soltarlo.
De esta forma se inicia una lucha de lo más extraña y magnífica, en la que ambos, hombre y pez, combaten por sobrevivir, pues el primero que se rinda morirá, y así debía ser. Si Santiago lo soltaba, debido al dolor de su espalda, el cansancio de su cuerpo, las heridas en sus manos por sujetar la cuerda, moriría de hambre y aún peor, sería derrotado. Si el pez cedía en su lucha por sobrevivir, a pesar del dolor en su boca y el hambre, sería vendido en el mercado y desollado.
En esta lucha permanente, en la que ninguno duerme para no bajar la guardia, ni deja de sentir dolor y cansancio, pasan los días y las noches enteras. El viejo comienza a admirar al pez, por su fuerza, su resistencia, sus bellos colores, y lo considera su hermano, un hermano al que debía matar. Pero esfuma estos pensamientos para no perder la cabeza. Ambos seres están desesperados. El viejo promete a Dios rezar mil veces el Ave María si le permite atrapar al gran pez.
Al tercer día poco a poco va logrando que el pez se acerque a su bote. Cuanto más dolor siente Santiago, más se convence de que debe continuar, de que puede hacerlo, de que aún no lo ha dado todo. Cuando el pez se acerca lo suficiente, el viejo, que ya solo quería que uno de los dos muriese sin importar quién, le atraviesa el corazón con un arpón. El mar se tiñe con sangre. El viejo amarra al pez a su bote y se dirige de vuelta al puerto, el cual no divisaba.
En el camino de regreso, mientras piensa que las personas que comerán su tan maravilloso y digno pez no serán dignas de hacerlo, recibe continuos ataques de tiburones. Al principio logra espantarlos y darles muerte, en desesperada defensa de su amigo, el pez. Pero al final se queda sin armas y se ve derrotado. Los tiburones lo comen todo y lo dejan regresar solo con el largo esqueleto del animal. En cuanto el viejo llega se encuentra con el muchacho, quien llora al ver al anciano en tal estado. Santiago se alegra de ver al muchacho y ambos deciden ir a pescar juntos al día siguiente. Todo el pueblo se sorprende al ver el esqueleto del pez que había atrapado el viejo. Un turista que pasaba por el pueblo pregunta a un hombre a qué especie pertenecían esos maravillosos huesos y este responde que a un tiburón.
Frases Destacadas:
El mar era dulce y hermoso. Pero podía ser cruel, y se encolerizaba súbitamente. Como algo que concedía o negaba grandes favores.
Miró por sobre el mar y ahora se dio cuenta de cuán solo se encontraba.
Mi pescado grande tiene que estar en alguna parte.
No puedo hacer nada con él, y él no puede hacer nada conmigo –pensó–. Al menos mientras siga este juego.
Mi decisión fue ir allá a buscarlo, más allá de toda gente. Más allá de toda gente en el mundo. Ahora estamos solos uno para el otro y así ha sido desde mediodía. Y nadie que venga a valernos, ni a él ni a mí.
Pero este pez, ¿quién lo reemplaza? Si engancho otros peces, pudiera soltarse.
Descansa, pajarito, descansa. Luego ve a correr fortuna como cualquier hombre o pájaro o pez.
Tres cosas se pueden considerar hermanas: el pez y mis dos manos.
Sin embargo lo matare. Aunque es injusto. Pero le demostraré lo que puede hacer un hombre y lo que es capaz de aguantar.
Podría alimentar a mucha gente. Pero ¿serán dignos de comerlo?
No descansaba realmente, salvo por comparación.
Tirad, manos. Aguantad firmes, piernas. No me falles, cabeza. No me falles. Nunca te has dejado llevar.
Pez, vas a tener que morir de todos modos. ¿Tienes que matarme también a mí?
Me estás matando, pez. Pero tienes derecho. Hermano, jamás en mi vida he visto cosa más grande, ni más hermosa, ni más tranquila, ni más noble que tú. Vamos, ven a matarme. No me importa quién mate a quién.
Mantén tu cabeza despejada y aprende a sufrir como un hombre. O como un pez.
Cogió todo su dolor y lo que quedaba de su fuerza y del orgullo que había perdido hacía mucho tiempo y lo enfrentó a la agonía del pez.
Las he desangrado, pero el agua salada las curará. Lo único que tengo que hacer es conservar la claridad mental.
No le agradaba ya mirar al pez porque había sido mutilado. Cuando el pez había sido atacado fue como si lo hubiera sido él mismo.
El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado.
Ojalá hubiera sido un sueño y que jamás hubiera pescado el pez.
No pienses, viejo. Sigue tu rumbo y dale el pecho a la cosa cuando venga. Pero tengo que pensar –se dijo–. Porque es lo único que me queda.
Hay bastantes problemas sin el pecado. Aunque no estoy seguro de creer en el pecado. Quizás haya sido un pecado matar al pez. Supongo que sí, aunque lo hice para vivir y dar de comer a mucha gente. Pero entonces todo es pecado.
No has matado el pez únicamente para vivir y vender para comer. Lo mataste por orgullo y porque eres pescador. Lo amabas cuando estaba vivo y lo amabas después. Pero te gustó matar al dentuso. Vive de los peces vivos, como tú. No es un animal que se alimente de carroñas, ni un simple apetito ambulante, como otros tiburones. Es hermoso y noble y no conoce el miedo.
Ahora no es el momento de pensar en lo que no tienes. Piensa en lo que puedes hacer con lo que hay.
Estás cansado, viejo. Estás cansado por dentro.
Me gustaría comprar suerte si la vendieran en alguna parte. ¿Con qué habría de comprarla?–. ¿Podría comprarla con un arpón perdido y un cuchillo roto y dos manos estropeadas? Pudiera ser. He tratado de comprarla con ochenta y cuatro días en el mar. Y casi estuvieron a punto de vendérmela.
Por su dolor se dio cuenta de que no estaba muerto.
No tenía pensamientos ni sentimientos de ninguna clase. Ahora estaba más allá de todo.
No hacía caso de nada, salvo del gobierno del bote. Sólo notaba lo bien y ligeramente que navegaba el bote ahora que no llevaba un gran peso amarrado al costado. Un buen bote –pensó–. Sólido y sin ningún desperfecto, salvo la caña. Y ésta es fácil de sustituir.
No es tan mala la derrota. ¿Y qué es lo que te ha derrotado, viejo? Nada. Me alejé demasiado.
Trató de levantarse. Pero era demasiado difícil y permaneció allí sentado con el mástil al hombro, mirando al camino.
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